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  • Foto del escritorJosé María Zamoro

La historia de Carmelo (II)

Actualizado: 16 ene 2021

./.. (Sigue) Cada persona reacciona de manera diferente ante situaciones de máximo estrés. Carmelo es fatalista y, quizás por eso, se mantiene sereno. Sin equipaje, se dirige pausadamente hacia un bar del aeropuerto.


Mientras trata de aliviar la sequedad de su boca con un botellín de agua, confirma que no hay solución. Su secretaria debió marcharse hace rato, por lo que no podría pedirle que le enviase las cifras por correo electrónico; llamarla a primera hora y tratar de rehacer la presentación antes de que le toque exponerla tampoco serviría. Su ponencia está prevista durante el primer bloque de la mañana y, por la diferencia horaria, no dispondría de tiempo para prepararla. Además, ¿con qué ordenador hacerlo?


Pedir que alteren el orden de las intervenciones y retrasar su presentación para ganar tiempo, tampoco es opción; supondría perderse el discurso del presidente –algo inadmisible- o ausentarse de los del resto de directores. Por otro lado, suplicar un cambio en la agenda sería tanto como admitir un error de previsión en algo que el mismísimo presidente le había anunciado con meses de antelación.


Su cabeza es un hervidero en el que se agolpan posibilidades que, con igual inmediatez, son desechadas por imposibles o por inconvenientes. Siente que está en muy serias dificultades y tiene que pensar rápido. Por alguna razón, le viene a la mente la conversación con el doctor en el avión: ¿Para qué hacen ustedes la reunión anual? “Para qué, para qué, para qué”. Las palabras del doctor resuenan en su cabeza mientras trata de analizar las alternativas disponibles.


Tras apurar la botella de agua y comer un par de chocolatinas -en algún lugar ha leído que el azúcar favorece la sinapsis entre neuronas-, Carmelo decide continuar su viaje hacia el hotel de la reunión.

Antes de tomar un taxi, se acerca a un cajero del que saca algo de dinero y se detiene a comprar más chocolatinas en una tienda que aún permanece abierta en el vestíbulo del aeropuerto. Durante el trayecto, pide al taxista que se detenga en un par de gasolineras para comprar más golosinas.


Es tarde cuando llega pero, en el crepúsculo, todavía pueden distinguirse las siluetas de las palmeras al borde de la carretera. Nada más registrase en el hotel, pregunta por la cocina. Allí comenta algo con uno de los camareros, al que se le escucha decir: Por supuesto caballero, podemos conseguirle un par de ellas. También necesitaría una cuerda –dice Carmelo-. Después, vuelve a la recepción para pedir unos sobres y un rollo de papel celo.


Ya en la habitación, Carmelo se tumba en la cama y se come el Toblerone del minibar. Por fin se levanta, coge el bloc de notas que hay junto al teléfono y se sienta a escribir en la mesa de la habitación. Garabatea unas palabras en las hojas del bloc e introduce cuidadosamente cada hoja, una a una, en los sobres del hotel. Me van a despellejar por esto -piensa-.

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