Un chiste es tanto mejor cuanto más inesperado resulta su desenlace. En el humor como en la innovación, una fórmula exitosa consiste en relacionar elementos disjuntos de manera que el resultado sorprenda. Si la relación es absurda o inusual, la risa está garantizada.
Un ejemplo: con motivo de la decisión de sancionar a los clubs de futbol para erradicar los insultos de los estadios, hace unas semanas reproducían en un informativo las imágenes de un grupo de aficionados quienes, ante una falta peligrosa pitada en contra de su equipo, sustituyeron el habitual ¡árbitro #℘¶*&ℑ! por un cántico tradicional de hooligans, pero con letra adaptada a las nuevas circunstancias. El estribillo rezaba así:
¡No estoy de acuerdo!,
arbitro ¡no estoy de acuerdo!
No estoy de acueeeerdooooo,
arbitro no estoy de acueeerdooo.
Escuchar a toda una grada, supuestamente indignada por la decisión arbitral, corear al unísono esa estrofa en lugar de la exclamación más habitual en estos casos era noticia y, por la misma razón, algo tremendamente chistoso.
Otras veces la fórmula humorística consiste en aportar razones para justificar lo absurdo. Hay en YouTube un divertido monólogo de Miguel Lago donde expone varios casos en los que enfrenta lo políticamente correcto con las reacciones naturales, argumentando lo lógico de actuar conforme al instinto. Las situaciones hilarantes se suceden al mostrar lo ridículo que resulta exigir comportamientos socialmente aceptables a personas en situaciones límite.
Pone el ejemplo del capitán Schettino en el naufragio del Costa Concordia quien, ante el inminente hundimiento del barco y guiado por el instinto de supervivencia, hizo lo que haría cualquiera en sus circunstancias: ponerse a salvo lo más rápidamente que pudo. Y tan eficazmente que abandonó el buque en el primer bote que zarpó a tierra.
En el ámbito de la empresa no faltan las situaciones que plantean disyuntivas entre lo que nos pide el instinto y lo que exigen los valores
Más reveladora resulta la historia de un camarero hindú -once meses al año embarcado, a razón 300 dólares al mes- en ese mismo episodio. Miguel Lago recrea los momentos más tensos del naufragio, imaginando la pugna de las personas atrapadas en el barco por conseguir plaza en alguno de los botes salvavidas y narra la hipotética discusión entre el camarero hindú y un matrimonio de Valencia que podía permitirse el lujo de pagar los 12.000 euros que costaba el crucero: ¡Los pasajeros primero y la tripulación después! gritaba la mujer angustiada en medio del tumulto. A lo que el camarero replicaba: ¡anda y que te den!, sálvese quien pueda.
Resulta divertido escuchar los elaborados argumentos del humorista para justificar un comportamiento tan impropio de la marinería. El acervo popular nos ha enseñado el orden a seguir en el desalojo de un buque; a saber: pasajeros (mujeres y niños primero), tripulantes a continuación y por último el capitán, de suerte que si no le da tiempo a salvarse será un honor para él acompañar al navío en su último viaje a las profundidades del océano.
Son los valores de los hombres (y para ser políticamente correcto también debo decir mujeres) de mar. Valores que se imponen al natural instinto de supervivencia y que nos dan a los usuarios la confianza necesaria para embarcarnos sabiendo que, llegado el caso, la tripulación no dudará en arriesgar su propia vida para salvar la nuestra. ¡Eso sí que son valores y lo demás tonterías!
En el ámbito de la empresa tampoco faltan las situaciones que plantean disyuntivas entre lo que nos pide el instinto y lo que exigen los valores, la ética o la deontología profesional. La presión por conseguir resultados puede llegar a deteriorar nuestro comportamiento, ya que no siempre es fácil alcanzar unos objetivos salvaguardando la integridad personal y los valores de la organización que representamos. Si no, que se lo pregunten a los empleados de banca que vendieron preferentes a todo tipo de clientes.
Los valores de la organización, como cualquier actitud o comportamiento, son susceptibles de entrenarse
En el extremo opuesto, no hace mucho que la ex-responsable de difusión de los Principios de Actuación en una multinacional española me confesaba que había decidido dimitir cuando se percató de que con ellos sólo se buscaban campañas publicitarias para capitalizar el clamor social, al hilo de la insoportable ola de corrupción que continúa arreciando.
Tras múltiples e infructuosos intentos de poner en marcha acciones concretas, llegó a la conclusión de que -más allá de la publicidad gratuita que la presentación de sus iniciativas generaba en los medios- la alta dirección no tenía mayor interés en impulsar entre los empleados la aplicación del Código Ético de la compañía, motivo por el que decidió abandonarla.
Su valiente decisión deja varias e interesantes lecciones. Por parte de la ya ex-directiva, su absoluto compromiso con la función, al extremo de -cual buen capitán- renunciar a un puesto bien remunerado antes que traicionar los valores de los que se sentía responsable. Por el lado de la alta dirección, el conflicto entre lo políticamente correcto y su condición humana.
Sin duda que Miguel Lago sería capaz de interpretar un divertido sketch desgranando las múltiples y poderosas razones que llevan a la dirección de una empresa a obrar guiada por su instinto de supervivencia en detrimento de lo socialmente aceptable, lo que arrancaría las carcajadas del auditorio.
La cuestión está en si, de igual manera que rechazaríamos la idea de subirnos a un barco capitaneado por un tal Francesco Schettino o una tripulación que sabemos cobarde, ¿aceptaríamos ser clientes de una empresa cuyos valores quedan supeditados al instinto de supervivencia de sus empleados? Alguien dirá que esto es inevitable, pero en su contra cabe citar el ejemplo de cientos, miles de marineros que han arriesgado su vida o yacen con honor en el fondo del mar por auxiliar al pasaje.
Los valores de la organización, como cualquier actitud o comportamiento, son susceptibles de entrenarse. Para los más exigentes, como es el caso de los marinos que acabamos de mencionar y que podemos hacer extensivo a bomberos, médicos, voluntarios y un largo etcétera, no cabe duda de que se requiere vocación y grandes dosis de altruismo.
Como afortunadamente en una empresa de negocios no es preciso llegar a tanto, bastará con dejarlos claros y formar a los empleados en los comportamientos que los ponen de manifiesto en su día a día. Especialmente en aquellas situaciones que plantean una disyuntiva entre instinto y valores, porque dan la ocasión de mostrar que para la compañía el cómo es tan importante como el qué.
De hecho, para formar en valores nada más eficaz que predicar con el ejemplo. Y decidir impulsarlos es ya una prueba de ello. Esto que resulta tan obvio, parece que no es demasiado habitual, de ahí lo gracioso del asunto.
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