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  • Foto del escritorJosé María Zamoro

El cambio organizacional

Actualizado: 19 mar 2021


Todo proceso de transformación es largo y difícil, pues es resultado de cambios incrementales a nivel individual. Sin cambio individual no hay transformación que valga porque las organizaciones no cambian por sí mismas; cambian si cambian las personas que las integran. Y cada una lo hace a su ritmo. Obviar este detalle lleva a errar en las previsiones. Las cifras son elocuentes:

  • La mitad de las implantaciones de sistemas de gestión no logran sus objetivos: el 20% cuesta dos veces lo presupuestado o necesita el doble de tiempo para su puesta en marcha y el 30% restante termina por cancelarse.

  • Los ahorros de las reestructuraciones se consiguen, en media, 18 meses después de lo previsto.

  • Un tercio de los proyectos de reingeniería de procesos no alcanzan los resultados esperados.

  • Sólo una de cada 6 fusiones añade valor. Más al contrario, en un primer momento las fusiones suponen un 12% de reducción del valor de cada empresa.

… Y así podríamos seguir con otros ejemplos.


La mayoría de estos fracasos se deben a las personas afectadas, lo que podría haberse evitado dedicándoles parte de la atención y los recursos que merecieron los aspectos técnicos del proyecto. Y es que, para cambiar una empresa hay que ir cambiando algo en cada una de las personas que la componen, hasta alcanzar la masa crítica.

La mayoría de los fracasos se deben a las personas afectadas

La capacidad de adaptarse a las transformaciones tecnológicas, estructurales o de procedimientos es una habilidad cada vez más requerida en las compañías. No en balde forma parte de la relación de competencias genéricas de muchas organizaciones que precisan estar continuamente adecuándose a las demandas del entorno y del mercado. Siendo ya importante, todo apunta a que la tendencia se incrementará en el futuro.


Hace unos años cayó en mis manos un librito con un subtítulo sugerente: Tengo un proyecto. Y ahora, ¿qué hago con la gente? La historia narraba las vicisitudes de un empresario que, tras una importante inversión en la modernización de su fábrica, se dio cuenta de que no disponía del personal adecuado para operarla. No es un olvido infrecuente.


En mi trayectoria profesional he podido constatar en más de una ocasión las reticencias para acometer un proyecto de gestión del cambio asociado a otro de transformación. Se suele dar por supuesta la adaptación automática del personal al nuevo modelo y, a lo sumo, se programan sesiones formativas para el manejo de las nuevas herramientas. Pero la actitud, como el valor en las antiguas cartillas militares, "se les supone".


La adaptación a una nueva forma de hacer precisa de la confluencia de tres factores: saber, poder y querer. El saber implica estar informado, conocer. Es lo que demuestra la persona que se ha estudiado un temario y es capaz de reproducirlo incluso literalmente, si bien eso no significa que esté capacitado para ponerlo en práctica. Incorporar la habilidad en aplicar lo aprendido eleva el conocimiento al estadio del poder, pero tampoco con eso basta porque si la persona no quiere, estará como al principio. De nada habrán servido las sesiones de estudio y las horas de práctica.

Las personas somos elementos físicos y parece que, también en la actitud, nos afectan las leyes de Newton

Sin desestimar ninguna de las aptitudes anteriores, es precisamente en el ámbito de la actitud donde radican gran parte de los fracasos en los procesos de transformación. ¿Es que las personas somos indolentes por naturaleza?, ¿saboteadoras de cualquier intento de modificar el statu quo?


Hombre, algo de eso hay. Al fin y al cabo somos elementos físicos y también en la actitud parece que obedecemos a las leyes de Newton, especialmente la que tiene que ver con la inercia. Recordemos: todo cuerpo permanece en estado de reposo o movimiento rectilíneo uniforme salvo que sea sometido a una fuerza aplicada sobre él. Y -claro- que te apliquen una fuerza, cuando menos, molesta.


También al principio de acción y reacción, que reza: si un cuerpo ejerce una fuerza sobre otro, éste último opone al primero otra igual y de sentido contrario. Lo que no hará sino empeorar las cosas porque, para romper el equilibrio, habrá que seguir incrementando la fuerza hasta vencer la resistencia, pasando de la molestia al daño.


En nuestro caso, las resistencias al cambio presentes en todo proceso de transformación se deben al temor por no ser competentes -o al menos igual de competentes- en el nuevo escenario, con las aterradoras consecuencias que esto puede llegar a suponer: pérdida de estatus, despido, etc.


Por eso, un proyecto de transformación que no incluya acciones dirigidas a las personas, en sus tres componentes de información, formación y motivación estará flirteando con el fracaso.


Como se expone en el artículo Las cinco cosas que el líder del cambio hace especialmente bien, preparar a las personas también actitudinalmente no sólo facilita el éxito del proceso, sino que evitará errores de cálculo, daños y disgustos como los del protagonista del libro.




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