Pese a que consideramos la creatividad como una virtud cuya habilidad hay que fomentar, lo cierto es que los cambios radicales o los intentos de modificar lo conocido, con frecuencia provocan el rechazo de la mayoría. Alabamos la iniciativa, pero nos resistimos a su implantación por temor a la incertidumbre y a la incomodidad que acarrearía tener que variar nuestros hábitos.
Las personas muy creativas lo son por su manera diferente de ver y entender el mundo, lo que les proporciona la capacidad de idear cosas que sorprenden al resto. De ahí que sea una cualidad especialmente valorada en artistas y, por extensión, en todos aquellos profesionales que deben enfrentarse a nuevos retos.
No obstante, cuando se trata de aplicar soluciones novedosas a un problema ya resuelto, aunque la existente sea menos eficiente o valiosa que la propuesta, la cosa cambia. Abogamos por la creatividad, pero preferimos lo malo conocido con tal de no abandonar la cómoda rutina a la que nos hemos acostumbrado.
Abogamos por la innovación, pero preferimos la rutina a la que estamos acostumbrados
Es lo que amablemente se denomina la paradoja de la creatividad: se anima, al tiempo que se hace lo posible por evitarla.. Vivimos rodeados de discursos sobre la importancia de la innovación que nos invitan a dar rienda suelta a nuevas ideas. Sin embargo, cuando la propuesta es ciertamente rompedora y atenta contra la costumbre, el statu quo y la tranquilidad de los demás, la iniciativa alberga una alta probabilidad de rechazo.
A su vez, este comportamiento contrario a adoptar nuevas formas de hacer provoca la llamada maldición de la creatividad, sensación que experimentan las personas que han dedicado tiempo y esfuerzo a pensar cómo hacer algo de una manera mejor y terminan frustradas por las trabas que encuentran para poder llevarla a cabo.
En el mundo de la empresa, ambos fenómenos -paradoja y maldición- surgen de otras tantas razones que afectan tanto al innovador como a los destinatarios de su invención.
La que tiene que ver con el generador de la idea suele deberse a no tener claro cuál es el verdadero propósito de la innovación, que no es otro que dar al usuario algo que le aporte más valor y/o le cueste menos que lo que ya existe.
Si la innovación que se propone no incide en alguno de estos fines (dar más por el mismo precio o lo mismo, pero de forma más eficiente: sea más rápido, más cómodo o más barato) la idea puede ser original, pero inútil. La decepción del innovador por la mala acogida de la propuesta no debe achacarla a un rechazo a su creatividad, sino a una errónea orientación de su capacidad creativa.
Por parte de los detractores de la invención, cabe señalar la consabida resistencia al cambio. Como decíamos en el artículo El cambio organizacional de este mismo blog, las personas somos elementos físicos y, por tanto, también obedecemos a las leyes de Newton, especialmente a la que tiene que ver con la inercia. Por ese motivo y como avala el refrán, preferimos quedarnos con lo malo conocido antes que esforzarnos por un supuesto bueno por conocer.
Para hacer realidad una idea, la creatividad por sí sola no basta
Para evitar el inconveniente deberemos aplicar las reglas de la gestión del cambio: si la solución creativa es ciertamente innovadora (eficiente o de más valor) habrá que mostrar los beneficios que se derivan de su implantación, haciendo ver que merece la pena el esfuerzo y tratando de minimizar la incertidumbre asociada a todo proceso de cambio.
Consecuencia de lo anterior es que, para hacer realidad una idea -máxime si es rupturista-, la creatividad por sí sola no basta, como podrían corroborar visionarios de todas las épocas que sufrieron la indolencia de sus coetáneos o sucumbieron ante los detractores que vieron en sus invenciones una amenaza a su privilegiado estatus.
La buena noticia es que hoy tenemos a favor una generalizada corriente de opinión que afirma que ser creativo e innovador es algo deseable y, por tanto, bueno… aunque exista la paradoja.
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